lunes, 7 de marzo de 2011

El libro Vojnicz.


Existe un libro manuscrito de 230 páginas (pero le faltan bastantes) de autor desconocido, que no se sabe cuándo se escribió (se cree que a principios del siglo XV) ni dónde ni qué dice.
Parece que fue propiedad de Rodolfo II de Bohemia, nieto de nuestro rey Carlos I. Y pasó por varias manos hasta que en 1912 un inquieto buscador de libros raros, el  lituano Michal Wojnicz (y cuando se nacionalizó norteamericano Wilfrid Michael Voynich) lo compró al Colegio Romano (ahora Universidad Pontificia Gregoriana). Desde 1969 figura entre los libros insignes (MS 408) de la Universidad de Yale. Se llama el libro Voynich.
Y no se sabe lo que dice porque, a pesar de que muchos sagaces intérpretes de textos cifrados se han quemado las cejas (se suele decir, pero eso era antes: ahora no se usan velas para alumbrarse) intentando averiguarlo, ninguno llegó a ninguna conclusión. Ni se sabe en qué lengua está escrito (si es que está escrito en alguna lengua), ni qué significan sus palabras (si es que son palabras lo que se ve), ni cuál es el equivalente de sus letras (si son letras los signos que figuran en él).
Por si alguno de los que leen estas líneas tuviese poder mágico para descifrarlo, damos una mínima muestra de su escritura.
Hay muchos libros que no dicen nada, aunque tengan muchas palabras. Pero sirven, cuando menos, para hacer ejercicio de lectura. Y a propósito del libro Voynich a todos se nos puede ocurrir lo siguiente: si, metaforeando mi vida, yo fuese un libro, ¿qué les diría a los que me “leyesen”? Puede ser que algunos de los que conviven conmigo me calificasen como una broma pesada. Otros, como con ganas de llamar la atención. Algunos como una pérdida de tiempo. Otros, como un ser raro incapaz de ofrecer comunicación, de ofrecer amistad, de abrirse como un hogar a la presencia de los imposibles amigos. Sería triste y debe dejar de serlo.
Tengo que descubrir (y puedo), antes de que me clasifiquen en el frío anaquel de los ya idos como un MS (manuscrito…),  lo más hondo del sentido de mi vida: el valor que debo acrecentar, el color que toman mis actos y mis gestos, mi sonrisa y mi saludo, el servicio que me ennoblece, la entrega que me hace fecundo, el amor que me convierte en creador.

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