viernes, 28 de enero de 2011

Palabras (y realidades) en desuso

En efecto, hay palabras que ya no se usan, o se usan raramente o, por usarse raramente, algunos las usan sin saber lo que quieren decir. Recuerdo el elogio que quería hacer un comensal de un consomé añadiéndole el adjetivo “nauseabundo”. ¿Para qué añadirle nada si estaba tan bueno? Seguramente le sonaba bien, pero a los que compartían con él mesa y conversación les cayó, al menos, como si estuviesen descubriendo una mosca en el plato.
Por ejemplo, palabras que no se usan o se usan poco o se usan mal son maledicencia, honestidad, retruécano, deber, palíndromo, perdón, renuncia, talante, sacrificio, tremebundo, solidaridad, amor, hipocorístico, valentía, santidad… 
Vamos con esta última intentando descubrir lo que los especialistas, por ejemplo Don Bosco y San Francisco de Sales, muy nuestros, decían de ella.  El primero decía que Dios nos quiere a todos santos y que serlo es fácil y que está muy bien premiado. Nuestro Patrono, el obispo de Ginebra, escribía con rotundidad que “es un error, por no decir, herejía, pretender excluir la santidad (él escribía “devoción”, que es lo mismo) de los regimientos militares, del taller de los obreros, del palacio de los príncipes, de los hogares y familias; hay que admitir que la santidad puramente contemplativa, monástica y religiosa, no puede ser ejercida en estos oficios y estados; pero, además de ese triple género de devoción, existen también otros muchos y muy acomodados a las diversas situaciones de la vida seglar”.  
¿Y por qué es fácil ser santo? Porque serlo es sólo saberse y sentirse amado por Dios. ¡Nada más! ¡Nada menos! El que, poco inteligente, se enreda en redes de pesca inútil y no se esfuerza en ejercer su condición de hijo de Dios (amándole como a Padre) como madre de familia, como hijo, como vendedor de bisutería, como funcionario, político, deportista, escultor, médico… se encuentra cada mañana con que la barca le sigue estando vacía porque sus redes no dejan lugar a la pesca.
Y cada mañana despierta con sed de algo más, de infinitud, de auténtica y sólida felicidad. Sin darse cuenta de que lo que desea lo tiene ya dentro de sí: ¡Dios me quiere!

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